10/31/2012

Por Mario Ornat

La flor de Escocia está en venta

Cualquier día de éstos, nos levantaremos de una melé y el rugby habrá cambiado de tal manera que Murrayfield habrá dejado de llamarse Murrayfield y el estadio escocés será rebautizado con el nombre de una gran corporación. Lo mismo ocurrirá con Twickenham, el sancta sanctorum del rugby inglés y, casi diríamos, del Hemisferio Norte. No se trata de una metáfora o una hipótesis: los nombres de los dos legendarios estadios están ya a la venta. Es la realidad en camino. Mark Dodson, el director ejecutivo de la Scottish Rugby Union, lo admitió este martes: "Estamos considerando vender los derechos del nombre de Murrayfield. Ahora mismo está en marcha un plan para llevarlo adelante y ya tenemos algunas valoraciones y firmas interesadas: estamos considerando las diferentes ofertas pero hablamos de millones de libras por año. Por todo el estadio o también por tribunas concretas". Twickenham quizás aún no tiene tan avanzado el proceso, pero lleva el mismo camino... Es cuestión de tiempo. Eso han dejado entrever ya también los ejecutivos de la federación inglesa.

Algo aún tenemos seguro: Twickenham tendrá que llamarse Twickenham el día que allí se juegue, al suroeste de Londres, la final del Mundial de 2015. La IRB asegura de antemano en sus (imaginamos) minuciosos clausulados con el anfitrión de la Copa del Mundo que el estadio en el que se dispute el partido definitivo no podrá exhibir un patrocinador que haga sombra a los que incorpora la federación internacional que gobierna el rugby. En la union escocesa, la idea de rebautizar Murrayfield está sobre la mesa, aunque todavía abierta. Pero parece que al menos el nombre del patrocinador que eventualmente se haga con el contrato acompañará (y no sustituirá por completo) al que ha encarnado la casa del rugby escocés desde 1925. "En Murrayfield cantó el papa Juan Pablo II una misa multitudinaria, se celebró el Live 8 y actuó Madonna", recuerdan estos días los periódicos escoceses para subrayar la condición paradigmática del recinto. Añadiremos: y, sobre todo, la Escocia del capitán David Sole le ganó a Inglaterra el Grand Slam de 1990; aquella Copa Calcuta del poll tax y el estreno del Flower of Scotland, con el ensayo del casi imberbe Tony Stanger. ¿Madonnna? Lo del Tiburón Blanco John Jeffries sí que eran unas piernas... Aquel día Gavin Hastings podría haber dado la Comunión al pueblo entero y ni la reina anglicana se hubiera interpuesto. "Nunca vi un apoyo tan entusiasta como éste para el equipo de Escocia", resumió el inolvidable Bill McLaren a la vista de la totémica aparición de los escoceses sobre el terreno de juego.

Como dice el himno... "aquellos días pertenecen al pasado". Lo que queda ahora no se solventa con poesía nacionalista: es una deuda de 13 millones de libras que tiene varado el desarrollo del rugby escocés. De modo que el objeto de la venta de Murrayfield no es otro que enjugar las dificultades financieras. Naturalmente, noticias como ésta siempre provocan amagos de deserción entre aquellos aficionados tradicionalistas a los que aún les parece que todo empezó a terminarse el día en que los árbitros dejaron de llevar la camiseta del país al que pertenecían. El debate va a ser inevitable. Tanto como su resolución: "Siempre va a haber gente que esté en contra, que crea que es ir demasiado lejos. Pero una de las piezas principales de nuestro inventario es el estadio nacional, y seguramente será la que tenga un precio más alto. Si todo ese dinero lo dirijimos a mejorar nuestra base, entonces habremos resuelto muchos problemas". ¿Y si no? Si no, siempre quedará alguna otra cosa que vender. El fútbol nos enseñó hace mucho tiempo que el dinero nunca es suficiente.

En todo caso la propiedad de los estadios, y su consiguiente explotación, significa hoy día una de las fuentes principales de financiación en el deporte actual. Hace algunos meses Paul Rees, analista de cabecera del diario The Guardian, examinaba el efecto de la propiedad de los campos en la progresión deportiva de los equipos de la Premiership inglesa. Northampton Saints, dueño de su Franklin Gardens, está dando beneficios; igual que Leicester Tigers o Gloucester. Los Sale Sharks estrenan este año su nuevo campo en Salford, en el gran Manchester. Saracens, uno de los que aún muestra pérdidas en su balanza, aguarda al inicio de 2013 para tomar posesión de un nuevo hogar en Barnet, en la periferia londinense. Wasps, London Irish o Bath sufren problemas similares por no tener un campo propio que puedan explotar a diario, no sólo las tardes de partido. "Cuatro de los cinco primeros de la última liga son propietarios de sus campos: Harlequins, Leicester, Northampton and Exeter. Los Saracens fueron la excepción; si pudieron competir es porque a sus dueños sudafricanos no les ha importado asumir pérdidas sustanciales, como ocurre con Bruce Craig en Bath", razonaba Rees. Es decir, que influiría en el rendimiento deportivo, aunque aquí caben muchos matices. Precisamente en Edimburgo hay un ejemplo con otras consideraciones añadidas. La Rugby Union piensa ya en levantar un nuevo campo, con una capacidad máxima de 15.000 espectadores, para que el Edinburgh no tenga que enfrentarse en cada partido a la desolación escénica que le produce jugar en Murrayfield. Es como dormir solo en un castillo de 150 habitaciones. El redimensionamiento del rugby, incluso en el primer mundo, es constante.

Algunas cosas ya se saben, otras podemos intuirlas: esto terminará ocurriendo como ha sucedido en el fútbol y en otros deportes que no aguardaron a los años noventa para empezar a construir una estructura profesionalizada. Cien millones de libras, unos 124 millones de euros, pagó la línea aérea Emirates, incluida la esponsorización de la camiseta, por poner su nombre al estadio del Arsenal; los New York Mets de béisbol firmaron por más de 400 millones de dólares para que su casa pasara a llevar el nombre de Citigroup durante los próximos 20 años. Y hay pocos deportes con un sustrato de tradiciones más acusado que el béisbol, donde todo tiende al vintage y lo añejo. Irlanda juega en el Aviva Stadium, muy cerca de lo que era el viejo Lansdowne Road; Gales lo hace en el Millenium y a lo largo de las décadas Francia pasó de Colombes al Parque de los Príncipes y luego al Stade de France, que es un lugar tan apartado del mundo como de París o el rugby en sí mismo. El propio Twickers se parece ya poco a aquel estadio de los años ochenta; ahora soporta sesenta partidos al año entre unas cosas y otras y se ha hecho necesario instalar un césped híbrido entre el natural y el artificial, para que presente siempre un aspecto inmaculado.

Pensar que el rugby va a rechazar todas estas oceánicas posibilidades de explotación financiera por argumentos románticos tiene tan poco sentido como creer que un día la IRB detendrá de forma violenta el cronómetro de la evolución y prohibirá levantar a los saltadores en las melés, permitiéndonos otra vez ver aquellas encarnizadas touches peleadas a escala humana, en la que lo mismo se podía palmear el balón que arrancarle un ojo al especialista del equipo contrario. Y no, esto no es nostalgia: sólo una ironía con intención gráfica. A cualquiera le gustan los duelos aéreos a cuatro metros de altura... Eso sí: seguiremos llamando Twickenham a Twickenham y Murrayfield a Murrayfield. O eso queremos creer. Si nos dicen que a partir de ahora se llaman de otra manera, habrá que aceptarlo.


(contiene video)

http://blogs.as.com/mam_quiero_ser_pilier/2012/10/la-flor-de-escocia-est%C3%A1-en-venta.html